Moa, el gran señor bípedo de los bosques de Nueva Zelanda. Si alguien le habla del avestruz sabrá, sin duda, que se está refiriendo a un ave corpulenta y no voladora, muy veloz, que tiene fama de esconder su cabeza bajo tierra. Pero probablemente no ocurra lo mismo si le mencionan al MOA...
El Moa, esta ave, endémica de Nueva Zelanda, dejó de existir
hace varios siglos como resultado de su caza masiva por los
habitantes de las islas.
Ahora, su nombre ha vuelto a sonar
entre los científicos tras el anuncio de la secuenciación
completa de su ADN mitocondrial por investigadores de las
Universidades de Oxford y Barcelona. Una hazaña importante,
pero no suficiente para poder recuperar a estas majestuosas
aves, ya extintas. Extinguida según los cálculos hace más de 300 años,
este ave corredora habitó durante siglos las tierras de
Nueva Zelanda. Pero cuando el hombre europeo alcanzó la isla
sólo quedaban de los moas algunos huesos, algunas plumas y
las leyendas y relatos que sobre ellas contaban los maoríes.
Las reconstrucciones y los datos obtenidos desde entonces
indican que se trataba de un animal pacífico,
fundamentalmente herbívoro, que ingería semillas, frutas,
hojas, hierba e incluso ramas. Pertenecía al grupo de aves
hoy conocido como rátidas, aves terrestres, bípedas e
incapaces de alzar el vuelo. Según los cálculos actuales
podía haber unas 11 especies diferentes de moas (aunque se
han manejado cifras de hasta 37 especies), algunas tan
pequeñas como un pavo y otras de descomunal tamaño. Entre
ellas, la especie Dinornis giganteus (Moa Gigante) ostenta
el título de ser el ave más alta que ha pisado la Tierra,
con más de 3' 7 metros de altura, un metro por encima de uno
de sus parientes, el avestruz, quien ocupa el segundo lugar
con sus 2' 7 metros. Por su tamaño y corpulencia debía
consumir a diario tanta cantidad de alimento como un buey.
A diferencia del avestruz, el moa no vivía en
llanuras sino en los frondosos bosques que, por entonces,
debían cubrir al completo las islas de Nueva Zelanda. Sus
estrepitosos chillidos eran la mejor garantía para mantener
la comunicación en el espesor de la vegetación. Las hembras,
que debían ser algo más grandes que los machos, delegaban en
ellos la tarea de incubar los huevos y el cuidado de los
polluelos. Éstos, nidífugos y vivaces, salían de los
gigantescos huevos (con cerca de 5 litros de capacidad en
las especies más grandes) en un estadio de desarrollo lo
bastante avanzado para seguir a su padre en pocos días. Como
complemento a su dieta vegetariana, los más jóvenes comían
también serpientes, invertebrados, ranas y otros animales
pequeños de las islas.
Los restos hallados indican que las distintas
especies de moas debieron extenderse por todo el territorio
de Nueva Zelanda. Dueños de aquellas tierras, su única
amenaza antes de la llegada del hombre parecía proceder del
Águila Gigante, un depredador también extinguido en la
actualidad, con 3 metros de envergadura y más de 10 kilos de
peso, que posiblemente atacaba a sus presas en las zonas de
transición entre los tupidos bosques y las praderas. Otro
impresionante habitante de aquel mundo de gigantes y que se
considera como el águila más grande que ha existido.
Durante su visita a las islas neocelandesas, el
naturalista y padre de la biología evolutiva Charles Darwin
estudió a fondo los motivos por los que numerosas aves,
entre ellas los por entonces ya extinguidos moas, habían
perdido la facultad de volar. Llegó entonces a la conclusión
de que la pérdida de las alas era favorable para sobrevivir
en el mundo insular, donde los vientos arrastraban con más
facilidad a los animales voladores. Y de hecho la
experiencia ha demostrado que es algo común observar la
ausencia de vuelo en los pájaros y, en general, grandes
tamaños entre la fauna en los grupos de islas repartidos por
los distintos rincones del planeta.
La fatídica desaparición de los moas ha sido objeto
de estudio por parte de multitud de investigadores en el
último cuarto de milenio. Los resultados han llevado a la
conclusión de que fue la llegada del hombre, con la
destrucción del hábitat y la caza masiva, la que llevo a la
extinción de todas las especies de moa en poco tiempo.
Sin embargo, los moas no fueron las únicas aves de
Oceanía en correr esta suerte. Aunque todavía estamos lejos
de conocer todas las especies hoy extinguidas, se calcula
que al menos un tercio de las especies de aves han
desaparecido de Oceanía desde la llegada de las primeras
poblaciones humanas a esas tierras, hace ya unos 30.000
años. Los 16.997 pares de bases del ADN mitocondrial del
moa, ahora secuenciado, solamente representan alrededor de
un 0,0005% genoma completo de estas majestuosas aves. Un
genoma que, en un principio de siglo caracterizada por el
boom de los proyectos genéticos, no se descarta como reto de
cara al futuro.
Fuente:
www.todoleyendas.com
El Moa, esta ave, endémica de Nueva Zelanda, dejó de existir
hace varios siglos como resultado de su caza masiva por los
habitantes de las islas.
Ahora, su nombre ha vuelto a sonar
entre los científicos tras el anuncio de la secuenciación
completa de su ADN mitocondrial por investigadores de las
Universidades de Oxford y Barcelona. Una hazaña importante,
pero no suficiente para poder recuperar a estas majestuosas
aves, ya extintas. Extinguida según los cálculos hace más de 300 años,
este ave corredora habitó durante siglos las tierras de
Nueva Zelanda. Pero cuando el hombre europeo alcanzó la isla
sólo quedaban de los moas algunos huesos, algunas plumas y
las leyendas y relatos que sobre ellas contaban los maoríes.
Las reconstrucciones y los datos obtenidos desde entonces
indican que se trataba de un animal pacífico,
fundamentalmente herbívoro, que ingería semillas, frutas,
hojas, hierba e incluso ramas. Pertenecía al grupo de aves
hoy conocido como rátidas, aves terrestres, bípedas e
incapaces de alzar el vuelo. Según los cálculos actuales
podía haber unas 11 especies diferentes de moas (aunque se
han manejado cifras de hasta 37 especies), algunas tan
pequeñas como un pavo y otras de descomunal tamaño. Entre
ellas, la especie Dinornis giganteus (Moa Gigante) ostenta
el título de ser el ave más alta que ha pisado la Tierra,
con más de 3' 7 metros de altura, un metro por encima de uno
de sus parientes, el avestruz, quien ocupa el segundo lugar
con sus 2' 7 metros. Por su tamaño y corpulencia debía
consumir a diario tanta cantidad de alimento como un buey.
A diferencia del avestruz, el moa no vivía en
llanuras sino en los frondosos bosques que, por entonces,
debían cubrir al completo las islas de Nueva Zelanda. Sus
estrepitosos chillidos eran la mejor garantía para mantener
la comunicación en el espesor de la vegetación. Las hembras,
que debían ser algo más grandes que los machos, delegaban en
ellos la tarea de incubar los huevos y el cuidado de los
polluelos. Éstos, nidífugos y vivaces, salían de los
gigantescos huevos (con cerca de 5 litros de capacidad en
las especies más grandes) en un estadio de desarrollo lo
bastante avanzado para seguir a su padre en pocos días. Como
complemento a su dieta vegetariana, los más jóvenes comían
también serpientes, invertebrados, ranas y otros animales
pequeños de las islas.
Los restos hallados indican que las distintas
especies de moas debieron extenderse por todo el territorio
de Nueva Zelanda. Dueños de aquellas tierras, su única
amenaza antes de la llegada del hombre parecía proceder del
Águila Gigante, un depredador también extinguido en la
actualidad, con 3 metros de envergadura y más de 10 kilos de
peso, que posiblemente atacaba a sus presas en las zonas de
transición entre los tupidos bosques y las praderas. Otro
impresionante habitante de aquel mundo de gigantes y que se
considera como el águila más grande que ha existido.
Durante su visita a las islas neocelandesas, el
naturalista y padre de la biología evolutiva Charles Darwin
estudió a fondo los motivos por los que numerosas aves,
entre ellas los por entonces ya extinguidos moas, habían
perdido la facultad de volar. Llegó entonces a la conclusión
de que la pérdida de las alas era favorable para sobrevivir
en el mundo insular, donde los vientos arrastraban con más
facilidad a los animales voladores. Y de hecho la
experiencia ha demostrado que es algo común observar la
ausencia de vuelo en los pájaros y, en general, grandes
tamaños entre la fauna en los grupos de islas repartidos por
los distintos rincones del planeta.
La fatídica desaparición de los moas ha sido objeto
de estudio por parte de multitud de investigadores en el
último cuarto de milenio. Los resultados han llevado a la
conclusión de que fue la llegada del hombre, con la
destrucción del hábitat y la caza masiva, la que llevo a la
extinción de todas las especies de moa en poco tiempo.
Sin embargo, los moas no fueron las únicas aves de
Oceanía en correr esta suerte. Aunque todavía estamos lejos
de conocer todas las especies hoy extinguidas, se calcula
que al menos un tercio de las especies de aves han
desaparecido de Oceanía desde la llegada de las primeras
poblaciones humanas a esas tierras, hace ya unos 30.000
años. Los 16.997 pares de bases del ADN mitocondrial del
moa, ahora secuenciado, solamente representan alrededor de
un 0,0005% genoma completo de estas majestuosas aves. Un
genoma que, en un principio de siglo caracterizada por el
boom de los proyectos genéticos, no se descarta como reto de
cara al futuro.
Fuente:
www.todoleyendas.com
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