Estoy leyendo la espléndida biografía de la escritora Colette hecha por Lottman, y me admira constatar, una vez más, lo frágil que es la memoria humana y hasta qué punto todas las generaciones perdemos el tiempo tontamente intentando reinventar la gaseosa. Quiero decir que somos unos ignorantes, y que no sabemos lo que han hecho, han sentido y han pensado nuestros antecesores. Y así, cada mísera reflexión que se nos ocurre se nos antoja nueva y deslumbrante, cuando lo cierto es que no hacemos más que repetirnos.
Veo hoy a los tardo-punkis con crestas de colores sentados con aire retador en los bordillos y me recuerdo a mí misma a principios de los setenta de seudo-hippy, con la cara pintada y los pies descalzos y rodeada de mugrientos melenudos, todos encantados de llamar la atención y de escandalizar, creyéndonos, en nuestra suprema tontería (lo mismo que los de las crestas se creen hoy), los primeros retadores del sistema, como si el sólido y opresivo edificio de la convencionalidad se hubiera mantenido sin fisuras por los siglos de los siglos hasta nuestra llegada de rebeldes.
Pero hete aquí que en el transcurso de las civilizaciones y de los siglos los humanos ya hemos ensayado repetidas veces todo tipo de espasmos emocionales. Los rebeldes, ficticios o auténticos, han ido y han venido a lo largo del tiempo, lo mismo que los puritanos, los diletantes, los fanáticos, los místicos, los perversos, los aventureros. Todo lo que uno quiera ser, alguien lo fue antes, y esa especificidad halló de algún modo un eco público.
Por ejemplo, y por centrarnos nada más en los tabúes sexuales convencionales, recordemos que en la belle époque, esto es, a principios de siglo, la vieja moral burguesa saltó hecha pedazos. Regreso a Colette: como escritora, publicó la serie de Claudine, tórridas novelas sobre la vida sexual de una perversa colegiala; como actriz, salía casi desnuda en el escenario, enseñando por completo uno de sus pechos (¡y pensar que 70 años después volvía a ser un escándalo destaparse los senos en el teatro!). fue amante de una marquesa que se vestía de hombre y reconoció su relación abiertamente: de hecho, la marquesa llegó a actuar junto a ella en el teatro, desempeñando el papel del varón y protagonizando con Colette apasionadas escenas amorosas. Y todo esto sucedía entre 1900 y 1910.
Pero Colette no era una excepción: en Viena, en los mismos años, el notable escritor Karl Kraus teorizaba sobre el amor libre y entronizaba a las prostitutas como verdaderas diosas de la vida. La mujer plena, superior y liberadora era aquella que se entregaba a todos; y muchos coetáneos, Kraus incluido, vivieron de acuerdo con estas teorías. Y en Montmartre, los artistas y bohemios se acostaban furiosamente unos con otros y se dejaban morir atiborrados de drogas. Quiero decir que los primeros años de este siglo no son ese tedioso desierto puritano que solemos imaginar, lleno de mujeres de apretados corsés que no se atrevía ni a enseñar el tobillo. El transcurrir humano no es terno ni uniforme: por el contrario, siempre ha estado lleno de agujeros. Rompedora fue la belle époque, como rompedor fue, 80 años más atrás, el Romanticismo. Pro no remontarnos a tiempos más remotos, como el siglo XV romano, cuando el papa Alejandro VI se acostaba con su hija Lucrecia Borgia y mantenía en el Vaticano unas orgías tales que hubieran espeluznado a los más aguerridos tardopunkis de hoy.
Los avances técnicos se recogen en libros y son transmitidos de padres a hijos, pero parecería que no hay manera de transmitir las búsquedas éticas y los movimientos emocionales. Errores y aciertos quedan atrás, sepultados por el olvido; y cada generación vuelve a empezar, inculta y vanidosa, desde el principio. Y así estamos, apenas diferentes a los habitantes de las cavernas.
Rosa Montero. 1997
Veo hoy a los tardo-punkis con crestas de colores sentados con aire retador en los bordillos y me recuerdo a mí misma a principios de los setenta de seudo-hippy, con la cara pintada y los pies descalzos y rodeada de mugrientos melenudos, todos encantados de llamar la atención y de escandalizar, creyéndonos, en nuestra suprema tontería (lo mismo que los de las crestas se creen hoy), los primeros retadores del sistema, como si el sólido y opresivo edificio de la convencionalidad se hubiera mantenido sin fisuras por los siglos de los siglos hasta nuestra llegada de rebeldes.
Pero hete aquí que en el transcurso de las civilizaciones y de los siglos los humanos ya hemos ensayado repetidas veces todo tipo de espasmos emocionales. Los rebeldes, ficticios o auténticos, han ido y han venido a lo largo del tiempo, lo mismo que los puritanos, los diletantes, los fanáticos, los místicos, los perversos, los aventureros. Todo lo que uno quiera ser, alguien lo fue antes, y esa especificidad halló de algún modo un eco público.
Por ejemplo, y por centrarnos nada más en los tabúes sexuales convencionales, recordemos que en la belle époque, esto es, a principios de siglo, la vieja moral burguesa saltó hecha pedazos. Regreso a Colette: como escritora, publicó la serie de Claudine, tórridas novelas sobre la vida sexual de una perversa colegiala; como actriz, salía casi desnuda en el escenario, enseñando por completo uno de sus pechos (¡y pensar que 70 años después volvía a ser un escándalo destaparse los senos en el teatro!). fue amante de una marquesa que se vestía de hombre y reconoció su relación abiertamente: de hecho, la marquesa llegó a actuar junto a ella en el teatro, desempeñando el papel del varón y protagonizando con Colette apasionadas escenas amorosas. Y todo esto sucedía entre 1900 y 1910.
Pero Colette no era una excepción: en Viena, en los mismos años, el notable escritor Karl Kraus teorizaba sobre el amor libre y entronizaba a las prostitutas como verdaderas diosas de la vida. La mujer plena, superior y liberadora era aquella que se entregaba a todos; y muchos coetáneos, Kraus incluido, vivieron de acuerdo con estas teorías. Y en Montmartre, los artistas y bohemios se acostaban furiosamente unos con otros y se dejaban morir atiborrados de drogas. Quiero decir que los primeros años de este siglo no son ese tedioso desierto puritano que solemos imaginar, lleno de mujeres de apretados corsés que no se atrevía ni a enseñar el tobillo. El transcurrir humano no es terno ni uniforme: por el contrario, siempre ha estado lleno de agujeros. Rompedora fue la belle époque, como rompedor fue, 80 años más atrás, el Romanticismo. Pro no remontarnos a tiempos más remotos, como el siglo XV romano, cuando el papa Alejandro VI se acostaba con su hija Lucrecia Borgia y mantenía en el Vaticano unas orgías tales que hubieran espeluznado a los más aguerridos tardopunkis de hoy.
Los avances técnicos se recogen en libros y son transmitidos de padres a hijos, pero parecería que no hay manera de transmitir las búsquedas éticas y los movimientos emocionales. Errores y aciertos quedan atrás, sepultados por el olvido; y cada generación vuelve a empezar, inculta y vanidosa, desde el principio. Y así estamos, apenas diferentes a los habitantes de las cavernas.
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